Aquellas sensaciones quedaron intactas. Luego de estar varias semanas con la incertidumbre de cuándo sería el día, de no querer poner fecha porque siempre algo terminaba pasando que posponía todos los planes, que llueve, que la burocracia y otras tantas situaciones más, por fin el momento llegó.

Entre tantas emociones, despedidas y preparativos, nos olvidamos de, aunque más no sea, pedalear una hora por día. Nada. Otra vez en las rutas sin entrenar.

“¿No era que íbamos a aprender de los errores?”, “La vez pasada no nos fue mal y solo pasaron tres meses, no quince años de la última vez que pedaleamos”.

Mientras caminábamos las 10 cuadras que nos separaban de la ruta 5 (estaba, y sigue estando, en muy mal estado) íbamos en silencio.

Nos acompañaba Rosita, la mamá de Ale, que nos ayudaba llevando a Pioja y a Pumba. También sin pronunciar sonido. ¿Se respiraba miedo, ansiedad, nervios, alegría, todo junto?

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Nos despedimos y comenzamos a pedalear. El mismo asfalto que el año pasado nos vio comenzar con esta aventura de viajar en bicicleta. Esta vez, nos desviaríamos por la ruta 6. No nos dirigiríamos hacia el oeste, sino con rumbo contrario.

A los dos kilómetros frenamos. Nos miramos. Sonreímos. Ya conocíamos todo lo que nos estaba pasando. O eso creíamos. Solo quedaba esperar a que el camino nos sorprenda, nos vaya llevando y haciendo vivir cosas increíbles.

Por delante teníamos 66 kilómetros hasta la localidad de Zárate. Teniendo en cuenta nuestro promedio diario cuando estábamos en Chile, con rutas con cuestas y subidas interminables, creímos que en la llanura Bonaerense íbamos a poder llegar tranquilos en un día. Todavía nos estamos riendo.

 

REGRESÓ EL SEÑOR DE LAS MONEDAS

 

Ale frenó y me indicó que mire hacia el piso. Me imaginé que algo había encontrado. Me detuve y caminé por donde él me decía, con los ojos bien abiertos.

Una moneda de dos pesos tirada en la banquina. Al igual que en Chile, Ale comenzaba con su suerte de viajero y se tropezaba con dinero en la ruta.

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Moneda de dos pesos argentinos encontrada en la ruta. No había ni casas ni paradas de colectivos cerca.

¿Cómo llegan hasta ahí las monedas? Porque las que encontramos cerca de las paradas de colectivos, tienen una posible razón. ¿Pero las que están lejos, incluso de casas?

 

UN NUEVO RECORD

 

El primer día estaba cargado de tantas emociones. Uno está feliz por el comienzo de una nueva etapa y desea que todo sea perfecto. ¿No?

Me di cuenta enseguida que había pinchado. Ale estaba a 200 metros por delante. Le grité de todas las formas. Sentía como la voz raspaba mi garganta.

Pasó una moto y le pedí que le avisen. Ví como miró hacia atrás y me imaginé su cara. Seguí avanzando hasta que llegando le di la mala noticia.

“¿Primer día y ya pinchaste?”

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Ahí están las dos espinas…

Miramos la rueda y vimos dos espinas clavadas. Es decir, habría dos pinchaduras. Desarmamos todo y nos pusimos a repararla.

Silvio y su mujer nos escribían que estaban en camino para despedirnos. Fueron testigos del nuevo record que establecí y no hablo solo de pinchaduras.

En total, armamos y desarmamos la rueda, colocando las alforjas y todo, unas tres veces. Al final, terminamos cambiando la cámara que llevábamos de repuesto porque no logramos arreglarla.

Días más tarde, Ale reparó las cuatro pinchaduras que tenía en un espacio de dos por dos centímetros. Y es la que hoy uso, porque la nueva y de repuesto también la pinché y en el peor lugar posible.

 

La primera noche la pasamos al costado de una estación de servicios. Con un poco de temor fui a preguntar si podíamos acampar y recibí a cambio una respuesta como si lo que pedía era lo más común del mundo.

Estaba dentro de la carpa, traduciendo en palabras escritas todo lo vivido y sentido ese día cuando miré hacia afuera, donde Ale tomaba mate.

Su forma era perfecta e irradiaba una luz blanca que iluminaba todo el pasto. No sabíamos que iba a ser luna llena pero quisimos creer que era una excusa perfecta para que se atrase la partida hasta ese día.

¿Será buena suerte salir con luna llena?

Al otro día, quien atendía el minimercado, salió a preguntarnos cómo podía colaborar con nuestro viaje. Nos pusimos a hablar y entre todo lo que nos contó, mencionó a Ibicuy, pueblo entrerriano donde nació. Hasta ese día, no recordaba haber escuchado ni leído sobre el lugar.

Llegamos a la estación de servicios que está en las afueras de Zarate en la última hora en que nos acompañaría el sol y su claridad.

Otra vez, entré con un poco de temor a pedir permiso para acampar y recibí la misma respuesta.

Recorrimos el parque y elegimos el lugar para armar la carpa. Tomábamos mate mientras le comentaba a Ale que es increíble la suerte que tiene. Segundo día y ya había encontrado tres monedas en la ruta. Una de ellas del año 1968.

 

LA CASITA DEL TERROR I

 

Los dos nos levantamos en un micro segundo. Ale habrá tardado dos segundos y medio en salir de la carpa y mirar para todos lados. Si bien estábamos dormidos profundamente, escuchamos clarito un grito que mencionaba a las bicicletas.

Ale miraba para todos lados y no veía a nadie. Afinaba la vista hacia el lugar de donde creíamos, había venido el grito. Luego de unos segundos, un muchacho salió detrás de unos árboles.

Se acercó y le comentó que vio como un grupo de chicos estaban a 10 metros de las bicicletas con clara intención de robarlas y que, tras su grito, salieron corriendo y saltaron el alambrado.

Eran las tres de las mañana y fue difícil volver a dormirse. La historia del supuesto súper héroe no era creíble.

¿A 10 metros y Pioja y Pumba no ladraron? ¿Tuvieron que correr y no escuchamos las pisadas? ¿Saltaron un alambrado de dos metros de alto y que, además, tiene alambre de púa arriba?

O nos quisieron robar atletas olímpicos o nuestro súper héroe, en verdad, era el villano.

 

DEL OTRO LADO

 

Nos levantamos con la mente puesta en el cruce de los dos puentes de Brazo Largo. Dejamos atrás la historia de terror. “No vamos a darle más importancia de la que tiene que tener”.

Luego de la típica discusión de pareja, producto de que Ale quería pasar el puente pedaleando, pero no por la parte de la ruta, sino por el espacio minúsculo que había en el paso peatonal, comenzamos a despedirnos de Buenos Aires. Del otro lado, nos esperaba una nueva provincia para recorrer.

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Al bajar el primer puente, tomamos la ruta de tierra y ripio que se abre a la izquierda. A simple vista parecía un trayecto lento, pero sabíamos que nos prometía pedalear tranquilos y seguros, lejos de la locura de la ruta.

Y así fue.

Un camino para ir atento, esquivando pozos, adivinando movimientos para prepararse a los posibles golpes. Una huella que termina y se divide. Una decisión rápida. Evitar el pasto, porque a veces esconde espinas.

De seguro, hicimos más lento que si hubiésemos elegido la ruta de cemento. Pero tuvo aventura e incertidumbre. Cuando el sol empezó a esconderse, seguíamos preguntándonos en qué momento aparecería el desvío hacia la ruta para cruzar el segundo puente.

“¿Lo habremos pasado sin darnos cuenta?”

Y la perspectiva nos jugaba en contra y nos hacía ver que cada vez nos alejábamos más y más. Pero la curva apareció y empezamos a asimilar que el segundo puente lo terminaríamos pasando solos, sin sol y rezando que funcionen las luces de la ruta.

Lo único que logré, es que Ale entienda que es muy peligroso cruzarlo andando. Aparte, parecía que era más reducido el espacio y debíamos estar atentos para no romper ninguna alforja.

Luego de sortear el gran escalón que había para subir a la pasarela peatonal, el mismo que tenía el final del primer puente, que nos obligo a desenganchar el salchimovil y hacer bastante fuerza, empezamos a caminar despacio.

Había mucho viento. Las banderas no paraban de flamear. Miraba al piso para no errarle a los cálculos. En un momento recordé que seguía siendo luna llena y levanté la mirada buscándola.

¡Un espectáculo extraordinario digno de guardar para siempre!

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Cruzando el segundo puente de noche. Más que aventura… ¡Una locura!

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¿No es hermosa la luna?

Durante varios minutos nos olvidamos de que estábamos cometiendo una locura más que una aventura: caminando por el segundo puente, de noche.

Por suerte, estaba todo iluminado y tenemos las luces que funcionan siempre, no había escalón al bajar y a 500 metros había un puesto de Gendarmería.

Nos acercamos y no hizo falta decir una palabra. Era como si nos hubieran leído la mente o como si nos estuvieran esperando. A diferencia de la noche anterior, dormiríamos tranquilos.

Era el cuarto día y sentíamos que debíamos descansar un poco las piernas. Nos comentaron que en el desvío a Ibicuy (otra vez ese nombre) había varios campings.

Los pocos kilómetros que hicimos por la Ruta 12 fueron suficientes como para comprobar que no es una de las mejores rutas para viajar en bicicleta.

Si bien hemos estado por rutas sin banquina (solo de pasto y les aseguro que pedalear en el pasto no es algo lindo), la particularidad de esta era el constante tránsito de camiones que nos pasaban bastante cerca.

Existe un camino, un poco más largo para evitar ir por la autovía. Que incluye un trayecto de entre 13 y 20 kilómetros (nadie supo precisar) de tierra y ripio.

Al llegar al desvío, tomamos la ruta hacia Ibicuy en busca de un lugar donde pasar el resto del día y descansar.

Ciro nos abrió las puertas del camping que está en una curva y pudimos pasar una tarde descansando, acomodándonos y disfrutar de uno de los atardeceres más lindos que vimos hasta ahora.

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Al otro día, seguían las dudas.

¿Qué hacemos? ¿Vamos por la ruta 12 que son 40 kilómetros pero sabiendo que vamos a estar nerviosos o tomamos estas rutas secundarias, hacemos unos kilómetros más, pero vamos tranquilos?

Ale sacó su reciente hallazgo de 1968, esa moneda que creímos que no serviría para nada que por las dudas la guardó, definió qué es cara y cruz y lanzó la moneda al aire.

Cuando cayó nos acercamos a ver qué destino nos marcó la suerte, o mejor dicho, la moneda.

Después de que Ciro y otra persona intentaron persuadirnos en la elección de la ruta, salimos del camping con destino opuesto a la ruta 12.

Todo iba muy bien. El camino de asfalto hacia Ibicuy era tranquilo. Nos sorprendió llegar al desvío de tierra y ripio tan rápido. Aprovechamos una parada de colectivos para almorzar y de paso secar la ropa que habíamos lavado el día anterior.

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Una parada de colectivos, un salón de usos múltiples

Comenzamos a pedalear con las manos firmes en el manubrio. El ripio te obliga a estar ciento por ciento atento. Cualquier piedra puede hacer de tu destino el suelo.

En este tipo de caminos el tiempo es más lento. Vas más lento. Pero yo sentía que había recorrido varios kilómetros y el cronometro solo marcaba tres.

De repente, el movimiento de la bicicleta delató la situación. Frené de golpe y la rueda trasera estaba a medio desinflar. Me he vuelto una experta en detectar pinchaduras.

Por varios minutos el mal humor gobernó la situación. Hasta que descubrimos que se había roto la válvula y ahí hubo un cambio de mandato.

“¿Dos cámaras en menos de una semana? ¿Cómo hiciste? No tenemos cámara de repuesto. Ésta la que pinchaste el primer día y que arreglé ayer pero no sé si aguantará.”

Otra no quedaba.

En total fue más de una hora para poder volver a pedalear y el sol, que cada vez alumbra menos en esta época, nos obligó a comprobar que hay más personas hospitalarias de los que uno (y la mayoría) cree.

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Todo lo que sucede, conviene. Este es el atardecer que nos regaló el universo por haber pinchado y no poder llegar a donde planeamos.

Al otro día, unos chubascos hicieron de despertador una hora antes de lo previsto. Hubo que esperar para salir de la carpa y no fue problema porque el frío hizo de las bolsas de dormir, el mejor refugio.

Era casi el mediodía y nos subimos a las bicicletas para completar los 10 kilómetros que, teóricamente, quedaban de ripio.

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Al subir a la ruta 12, paradójicamente, extrañábamos el camino dejado atrás.

Si me preguntan algo de esos 16 kilómetros que hicimos hasta llegar a Ceibas les puedo decir que no recuerdo nada. Todo el trayecto con la mirada puesta entre el espejo y la línea blanca. A veces me distraía la luz roja del carrito, al que le seguía la huella. Y el viento que se empecinó en ir lo más en contra y fuerte posible.

Llegamos a Ceibas con la última rayita de batería (nuestra). La inmensa alegría de saber que los bomberos voluntarios nos podían recibir, nos hizo volver el alma al cuerpo.

Toda la tarde esperando a que se desate la tormenta que amenazaba con sus grandes nubes negras. Al otro día no pudimos salir porque se respiraba una humedad insoportable y las ráfagas del viento hubieran hecho imposible que avanzáramos. Además los nubarrones que esconden agua, iban pasando muy rápido, como que en cualquier momento, descargaban.

Pero siempre que llovió, paró (aunque fueron unas solas gotas al final) y al día siguiente pudimos continuar.