Almorzamos en la costanera de Nueva Palmira mientras terminábamos de decidirnos si nos quedaríamos o seguíamos unos kilómetros hasta Punta Gorda, lugar que nos llamó la atención desde que nos enteramos que es el punto donde el Río Uruguay desemboca en el Río de la Plata.

Averiguamos y no había persona que coincida con el dato de a cuántos kilómetros estábamos. Uno dijo 15, el otro unos ocho quizás y hasta la señora del almacén nos alentó a que fuéramos porque total “son dos kilómetros como mucho”.

Tanta duda y el sol se estaba escondiendo muy rápido. Resolvimos creerle a quienes dijeron que eran menos de cinco kilómetros y encaramos hacia Punta Gorda.

A las pocas cuadras, Ale se detiene y enojado nos dice que pinchó la rueda trasera.

Algo que aprendimos, después de las múltiples pinchaduras que sufrimos desde el primer día, fue a no perder tiempo en arreglarla en el medio de la ruta (menos si se te hace de noche) y poner la cámara de repuesto. Una vez que llegas a destino, tranquilo y con tiempo, parchas la que se pinchó.

Otra ruta llena de pozos y “repechos” (subidas). Ale seguía con malhumor porque se le salía la cadena (de la bici) y porque ese día jugaba Argentina contra Jamaica y empezada a darse cuenta que se lo iba a perder.

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Así amaneció en Punta Gorda. Teoricamente, ahí esta el punto en que el Río Uruguay desemboca en el Rio de la Plata.

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Increiblemente, dos horas después de la foto anterior, así se ve Punta Gorda.

Llegamos y dimos una vuelta buscando dónde armar la carpa. Sabíamos que había un hotel abandonado que están reconstruyendo pero nos dijeron que no había nadie.

Vimos que había luces encendidas, así que decidimos ir a preguntar si podíamos acampar allí. Lo que menos queríamos es que la persona se asuste y termine llamando a la policía.

Alejo me acompañó mientras Ale seguía buscando la parte más plana del terreno.

Cuando nos acercamos, vimos a través del vidrio una chimenea encendida con varias sillas de playa delante y un televisor prendido en la mitad de la sala.

Golpeamos varias veces la puerta hasta que apareció un hombre. Abrió la puerta y me escuchó con atención.

Me quedé asombrada cuando su respuesta fue: “pero porque mejor no entran y acampan acá adentro, se pueden bañar, comer y ver televisión.”

¡Bingo!

No dudamos ni un momento y me fui a buscar a Ale que no podía creer lo que le estaba diciendo.

Entramos y Tonito nos recibió con una enorme sonrisa. Mientras nos acomodábamos, iba mencionándonos todo lo que podíamos hacer. Nos ofreció todo lo que estuvo a su alcance y más.

La alegría le invadió el rostro a Ale cuando se dio cuenta que en el televisor estaban transmitiendo un partido de la Copa América.

“¿No era que querías ver jugar a Argentina? Se ve que el universo te escuchó.” Le dije mientras me reía y me auto convencía de lo que estaba sucediendo.

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Con Tonito y su familia.

Al otro día, Tonito y su familia (que fueron a pasar el domingo por el día del padre) nos dieron una nueva muestra de la amabilidad nata que tienen las personas y cómo emociona recibir tanto afecto de aquellos con los que nos cruzamos en el camino.

Pasado el mediodía, porque el clima no lo permitió antes, salimos para el lado de Carmelo tomando una ruta interna hasta empalmar con la ruta 21 (la principal).

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En un momento, íbamos pedaleando en un camino de en sueño. Grandes y frondosos árboles, la mayoría eucaliptus, a ambos lados de la ruta. Tan altos que nos tapan el cielo. Era un placer respirar bien profundo y llenarnos los pulmones de oxigeno con aroma a mentol.

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Llegamos a Carmelo y en la plaza principal nos pusimos a almorzar mientras decidíamos qué haríamos.

Cuando estuvimos en Mercedes, el Director de Deportes nos dijo que en cada localidad grande, donde haya un centro de deportes, vayamos a hablar de parte de él. Pero era domingo y no había nadie con quien poder hablar.

Seguimos recorriendo Carmelo y su amplia costanera, donde se encuentra la Playa Seré.

Bien apartados, encontrados un lugar donde poder armar la carpa y pasar la noche.

Como ya nos tiene acostumbrados, nuevamente Uruguay nos regaló un atardecer increíble. Cumplíamos una semana de estar en este nuevo país y una de las cosas que más nos encantó fue ver como el astro dorado se va perdiendo en el horizonte.

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Atardecere en Carmelo

La noche fue dura, mucho frío que calaba hondo en los huesos a causa de nuestra cercanía con el río. Tan sólo diez metros nos separaban. Pero valió la pena dormirse con el ruido del agua río golpeando la arena.

Planteamos quedarnos un día más para descansar. Fuimos hasta el centro de deportes en búsqueda del director para preguntarle si había lugar para pasar la noche un poco más al resguardo del frío.

Nos fuimos un poco desilusionados cuando estaba todo cerrado.

En la puerta del Cuartel de Bomberos, mientras usábamos internet para comunicarnos, pasó un señor y nos saludó.

Alejo no levantó la mirada del celular. Yo, por el contrario, lo miré y nos pusimos a hablar. Me preguntó qué necesitábamos y le comenté nuestra situación.

Sin dudarlo, me dijo que él nos iba a ayudar ya que conocía a un amigo profesor de educación física del director de deportes. Nos llevó hasta su casa y en menos de cinco minutos ya teníamos la aprobación para pasar el tiempo que necesitemos dentro del gimnasio del centro de deportes.

Una vez adentro, nos acomodamos para descansar lo que quedaba del resto del día y diagramar la ruta hacia Colonia del Sacramento.

Mirá el vídeo donde Ale se muestra como un niño de dos metros y más de 30 años.

Ale decía que el quería conocer Puerto Inglés y, tanto yo como Alejo, veíamos que para eso debíamos desviarnos más de quince kilómetros (de ida, y luego volver por la misma ruta). Mucho no nos convencía.

Desde Carmelo hasta Colonia hay 77 kilómetros. Por más esperanzados que nos sintiéramos, sabíamos que era difícil hacerlo en un día. En invierno son menos las horas para pedalear y todavía estamos en “entrenamiento” luego de tres meses de no haber hecho nada de ejercicio.

Dejamos atrás Carmelo y empezaron los problemas con las bicicletas de nuevo. Tanto Ale como yo, nos sentíamos muy pesados, como si lleváramos un ancla arrastrando.

Al borde de la ruta intentamos solucionarlo pero, en el caso de Ale, tuvo que deshabilitar los frenos. Si bien luego de las subidas, venían grandes y largas bajadas, el viento en contra funcionaría como freno.

Yo ya había comido tres chupetines, una banana, muchas pasas de uvas y nueces más dos paquetes de azúcar pero me seguía sintiendo sin fuerzas. Al borde de las lágrimas, sin saber cómo era posible estar quemando tan rápido todo el azúcar que ingería, fue cuando entendí que no nos estaba ayudando el clima ni nuestra mente.

El viento en contra es así. Te puede volver loco. Vos pedaleas y pedaleas, gastas energía, pero avanzas poco, muy poco.

Llevábamos 20 kilómetros en más de dos horas cuando una camioneta frenó delante de nosotros.

Mónica y Rodrigo se habían comunicado por Facebook y nos comentaron que iban a andar por la ruta entre Carmelo y Colonia y seguro nos cruzaríamos. Lo que nunca nos imaginamos fue lo que sucedió a partir de ese encuentro.

Luego de hablar unos minutos, nos ofrecen invitarnos a comer a Puerto Inglés. Había una distancia de 20 kilómetros para llegar. La idea era subir las bicis y el carrito a la caja de la camioneta.

Al principio Ale no le convencía. “Yo quiero hacerlo pedaleando” era la respuesta que daba. Rodrigo insistió hasta que lo convenció diciéndole que los ocho kilómetros que había hasta el desvío hasta Puerto Inglés es todo campo a los costados. Que le cambiaba ese monótono paisaje por ir hasta la costa y luego, si quería, nos volvían a traer hasta el punto que nos levantaron para que sigamos en bicicleta.

Nos miró a Alejo y a mí y ya sabía que los dos aceptábamos la invitación. Eso sí, lo de volver y hacer el trayecto en bici no nos convencía. Aparte, le recordé a Ale que era él quien quería conocer Puerto Inglés y que, sin esta oportunidad que nos ofrecían Moni y Rodri, no hubiéramos ido.

En cuestión de minutos ya estábamos arriba de la camioneta. Una duda nos surgió: ¿podrán Pioja y Pumba entrar al restaurante? Porque ya no es como hacíamos en el Forastero, que se quedaban dentro de su casa mientras nosotros visitábamos lugares que ellas no podían acceder.

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Con Rodrigo y Mónica, dos nuevos amigos de la ruta.

Moni y Rodri estaban esperanzados en que no iba a haber problema, así que nos relajamos y nos dispusimos a disfrutar de este hermoso regalo de la ruta.

Muchas dudas giran en torno a viajar con perros y más, si viajas en bicicleta. Nosotros también las tuvimos y, todavía, las seguimos teniendo. Pero también nos dimos cuenta que si uno no lo plantea como un problema, no se convierte en tal y todo fluye como algo normal.

Así fue que estábamos los cinco sentados en la mesa y Pioja y Pumba un poco arriba de nuestro regazo y otro poco investigando todo el balcón del restaurante que no tuvo problema en abrirles las puertas también a ellas.

Dejábamos de hablar solo para poder comer y nos íbamos turnando. Una de las cosas que más me gusta de viajar es el relacionarme con las personas. Alegrarme de ver como se forma una linda relación con aquellos que hasta hace minutos eran desconocidos, y sobre todo, vivirlo como algo completamente natural haciendo que la cadena siga creciendo día a día.

Ya sabíamos dónde íbamos a dormir. Habíamos visto, recorriendo el pueblo, que en la costanera existía un área para acampar.

Luego de almorzar, invitamos a Moni y Rodri a tomar mate mientras nos instalábamos y armábamos la carpa. Seguimos charlando y lo único que nos marcaba el tiempo era el sol y sus atrapantes despedidas diarias.

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Atardecer en Puerto Inglés.

Nos despedimos con la intuición de que no sería la última vez que nos veríamos.

A la mañana siguiente, el viento no nos dio tregua. Pero, a diferencia de lo que habíamos vivido el día anterior, intentábamos que no nos afecte psicológicamente.

Ir por la ruta y que las ráfagas del viento te transporten a la banquina en cuestión de segundos puede ser frustrante. Cuando pasaban los camiones y los vientos se cruzaban, cuando por más que estuvieras en una súper bajada tenés que pedalear para avanzar. Así es el trato del viento cuando anda enojado.

Nos faltaban solo 25 kilómetros cuando decidimos buscar donde dormir. Una escuela al costado de la ruta fue la elegida. Mientras con Alejo buscábamos a la directora o encargada, Ale nos silbó y vemos como la camioneta de Mónica y Rodrigo se estacionaba a su lado.

Estaban asombrados de cuánto habíamos avanzado a pesar del empeño de la naturaleza por hacer más lento nuestro andar.

Nos ofrecieron llevarnos hasta Colonia. Con Ale estábamos muy cansados y ya sentíamos en las rodillas el esfuerzo de los últimos dos días.

Lo que nos hubiera llevado más de dos horas, lo hicimos en cuestión de minutos.

Llegamos a Colonia con el cielo de negro pero el reloj no marcaba más de las siete de la tarde.

En el centro de deportes nos ofrecieron un vestuario para que nos quedemos dos noches, al menos.

Nos despedimos de Mónica y Rodrigo y empezamos a hacernos la idea de que al día siguiente también nos despedíamos de Alejo. Él seguiría camino hacia Montevideo.

Compartir la ruta con otro biciviajero fue una experiencia muy enriquecedora. Tuvimos varias pruebas que logramos superar. La más importante, ser coherentes y actuar como nos gusta que lo hagan con nosotros. Aprender a respetar los tiempos y, por sobre todo, hablar. El resultado, una linda amistad construida en diez días y, al tener más o menos el mismo plan de viaje, seguro nos vamos a cruzar.

El día que nos íbamos del centro de deportes nos llamó Rodrigo para contarnos que tenía un regalo (más) para nosotros: una noche en un hostel.

Lo primero que pensamos es que se había olvidado que viajamos junto a Pioja y Pumba, pero no, nos tranquilizo diciendo que las aceptaban sin problema.

“¿Un hostel ‘amigo de los animales’ (pet-friendly)? ¿Será posible?”

Y si. Efectivamente recibieron a Pioja y Pumba.

Estas dos viajeras de cuatro patas ya han roto con varios mitos sobre viajar
y convivir con perros en la ruta. ¿No?  😉 

 

Y como si todo no resultará tan mágico. ¿Adivinen qué?

¡Si! ¡Ale pudo ver el partido de la Copa América contra Colombia!

 

Otra invitación que recibimos fue de Mónica y Daniel, familiares de Betty una viajera que junto a su pareja que está viviendo un “Verano sin fin por Latinoamérica”, que al leer que estábamos buscando donde quedarnos un día más nos abrieron las puertas de su casa.

Colonia es una ciudad “extravagante”. Dividida entre el casco histórico, o la “ciudad vieja” como le dicen los lugareños, y la parte que fue creciendo en la actualidad.

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Pudimos recorrer todo el casco histórico en una tarde y parte de una mañana. También vimos Buenos Aires y La Plata desde esta costa. Un sentimiento nuevo el sentirse lejos y cerca a la vez.

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Luego la lluvia nos obligó a descansar. No nos quejamos porque, por ejemplo, nos dio tiempo para escribir esta publicación.

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El unico atardecer que disfrutamos en Colonia, el resto fue pura lluvia.

Lo único que realmente nos dio pena fue no poder disfrutar de un atardecer todos los días que estuvimos en Colonia. Ya nos estamos volviendo adictos a poner pausa a una determinada hora del día, preparar el mate (santo ritual) para observar y maravillarnos por varios minutos.

Pero no importa, todavía nos queda un largo camino por recorrer y ya habrá más atardeceres por admirar.