Nos bajamos de la camioneta de Hernán y pedaleamos hasta llegar a la oficina donde debíamos hacer los trámites para ingresar a Uruguay. Atrás quedó el Puente Internacional San Martín y, del otro lado, Argentina.

Salimos de la oficina y me puse a saltar y gritar de contenta. Para cualquiera que se haya tomado el ferry y haya visitado Colonia en un fin de semana debo parecerle una loca.

Sepan que por un lado están en lo cierto, pero la felicidad viene acompañada del saber que día a día me estoy superando y estoy haciendo algo que creía “imposible” (aunque cada vez creo menos en esta palabra).

Por las Rutas del Mundo en Uruguay

Estábamos a unos 30 o 35 kilómetros de la ciudad más próxima: Mercedes. Lo que más me sorprendió fue que, por primera vez, las personas nos habían indicado algo correcto sobre una ruta: está llena de “repechos”, es decir, subidas.

Igual ninguna tan difícil de pedalear como las de Chile. En esas cuestas no había plato chico ni piñón grande que sirva. O por lo menos, no para nosotros.

El cielo iba cambiando de color a medida que el sol se acercaba al horizonte. Con la palma de la mano íbamos calculando cuántas horas de luz nos quedaban y empezábamos a hacernos la idea de que llegaríamos con los últimos minutos del atardecer.

“¿Qué nos tendrá preparado Uruguay?”

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Pumba disfrutando de viajar en su «Salchimóvil»

Cruzamos un puente largo. Llegamos a una rotonda y paramos en una esquina. Estábamos  por entrar a Mercedes y debíamos decidir qué haríamos.

Una camioneta blanca se frena al lado mío. El acompañante me da la bienvenida a su país y a su ciudad y me pregunta qué necesito.

Yo, que ya aprendí a no tener vergüenza a pedir ayudar, le comenté sin rodeos que estábamos buscando dónde poder dormir.

Intercambió unas palabras con el conductor y nos dijo que fuéramos al Velódromo de parte del Director de Deportes. Que allí teníamos baño, ducha caliente y camas para pasar la noche.

Nos indicaron cómo llegar al lugar y se fueron. Por varios segundos no podíamos creer lo que acababa de pasar. Ale, que es un poco más incrédulo, decía que había que esperar para festejar.

Cruzamos el centro de la ciudad. El televisor de pantalla plana gigante que había detrás del vidrio de un local nos recordó que faltaban unas horas para que jueguen Argentina-Uruguay por la Copa América.

Nos reímos pensando que capaz no era el mejor día para andar paseándose con la bandera de Argentina en nuestras bicicletas. Por el contrario, recibimos muchas sonrisas, saludos y deseos de buena suerte. También algún que otro chiste, pero siempre en el tono que se pueden hacer entre hermanos de diferentes equipos.

Llegamos al Velódromo. Ya nos estaban esperando. Entramos y miramos todo con los ojos bien abiertos, maravillados con esta sorpresa que el camino nos había regalado.

Ale se puso más contento cuando se dio cuenta que iba a poder ver el partido.

“Y yo que creí que me iba a perder de ver jugar a Argentina en la Copa América”, recordó.

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Entre los tres nos pusimos a pensar qué podía cocinar. Teníamos fideos, arroz pero nada de verdura como para comer algo diferente.

Había un solo problema: no teníamos dinero uruguayo. En la frontera nos dijeron que no convenía cambiar allí, que mejor era más adelante y, al llegar tan tarde, estaba todo cerrado.

Ale me preguntó si me animaba a ir al mercado de la esquina a pedir que nos fíen una cebolla por lo menos.

“¿Vos decís que me van a fiar?”

Y pensando en qué iba le iba a decir, caminé la media cuadra hasta el almacén.

Entré y me deje llevar por el momento. Le comenté cuál era nuestra situación y que al otro día volvería a pagarle la cebolla que necesitaba.

Me quedé sorprendida cuando, no solo me dijeron que no había problema, sino que me ofrecieron llevar un par de verduras más y un poco de pan.

Volví esa media cuadra con una sonrisa enorme y emocionándome por lo que terminaba de ocurrir. ¡¿Quién hubiera pensado, alguna vez, que me iban a fiar verdura a mí, en otro país y sin conocerme?!

Al otro día, cuando Ale y Alejo volvieron de cambiar dinero a pesos uruguayos, lo primero que hice fue ir a saldar mi deuda.

¡Y me recibieron como si supieran que iba a volver! Qué lindo saber que todavía hay personas que creen en la palabra de uno, aun siendo completamente desconocido.

Nos despedimos de Mercedes y comenzamos a pedalear. Faltaban pocos minutos para que sean las doce del mediodía. El próximo destino sería Villa Soriano. Allí nos estaba esperando Juan.

Teníamos dos opciones. La ruta principal con 54 kilómetros de recorrido o un camino interno de 42 kilómetros pero que muchos nos aseguraban no estar en buenas condiciones.

Antes de salir, un señor que nos escuchó debatiendo sobre qué camino tomar, nos dijo: “están de suerte, hace quince días le pasaron bitumen a esa ruta”.

Los tres cruzamos miradas esperando a que el otro muestre alguna señal aprobatoria.

Volvimos a preguntarle para asegurarnos de que sea la misma ruta que queríamos tomar y nos reconfirmó que estaba en buenas condiciones porque hace dos semanas le habían pasado “bitumen”.

Mientras pedaleábamos nos preguntamos si alguno estaba seguro que “bitumen” significara “asfalto” o “pavimento” y nos reíamos a causa de esta nueva palabra en nuestro vocabulario.

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El camino no podía estar en peor estado. Había tramos en los que no había posibilidad de evitar un pozo. “¿Dónde está el bitumen nuevo?” “¿Bitumen será lo que creemos?”

Fue un camino muy largo. En un momento sentí que no iba a llegar. Me sentía muy cansada. Es más, deseaba tirarme al pasto y dormir. Me obligaron a comer una golosina de maní que tenía reservado como futuro postre y, a los pocos minutos, ya me sentía con energía para seguir.

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Cuando empalmamos con la ruta principal que nos llevaba hasta Villa Soriano, nos dimos cuenta de dos cosas: que el señor del Velódromo tenía razón, en parte, porque se notaba que se estaba re pavimentando la ruta y que, efectivamente, bitumen es sinónimo de asfalto. Lástima que no nos entendimos bien qué camino era la mejor opción.

Pero todo quedó atrás cuando Juan nos abrió las puertas de su casa y nos invitó con una rica sopa de zapallo cosechado de su huerta.

Entramos y lo primero que me llamó la atención fue la bicicleta verde colgada en la baranda de la escalera. A la derecha, una bandera de Peñarol, el equipo de futbol del cual es hincha. A la izquierda, una bandera de tres franjas (rojo-blanco-azul) con la frase “LIBERTAD O MUERTE” que me dio una idea de la ideología política que, junto a las paredes pintadas de rojo y negro, se imprime en el ambiente.

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Juan es escritor. Hablar con él sobre mi sueño de ser escritora fue un viaje en sí mismo. Un viaje interno, claro. Era como hablar con un psicólogo pero lo que analizábamos era sobre letras, historias y estilos.

Charlando con él, entendí porque me enamoré tan rápido de este estilo de vida, de vivir en la incertidumbre más que de lo predecible.

Mis novelas preferidas (e incluso las pocas películas que vi) son aquellas que te atrapan y no te dejan saber cómo será el final. E incluso, cuando llegas a las últimas páginas, da un giro inesperado y finaliza del modo menos pensado.

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Mientras tomábamos mate y el sol nos hacia olvidar por un momento que ya estábamos cerca de la época de las noches largas (o los días cortos), Juan nos contaba de qué se trata la novela que está creando hace cinco años.

Poco a poco me fui metiendo en la historia, reconociendo personajes y objetos que hay en el salón de la casa y respondiendo con una sonrisa picara a cada oración que relataba.

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Por la noche, tuvo que irse a resolver un problema personal pero, para nuestro asombro, nos dejó las llaves de su casa para que nos quedemos un día más (o los que precisemos).

Si bien no es la primera vez que nos ocurre, sigue maravillándonos estos actos de plena confianza hacia nosotros.

El día de descanso lo aprovechamos para arreglar las bicicletas. En verdad, lo correcto sería decir que hicimos uso de los conocimientos de mecánica de Alejo. Sí, eso sería lo correcto.

Los frenos, los cambios, la rotación de cubiertas, la altura del asiento y el manubrio. Todo a punto como para seguir pedaleando más cómodos.

Me desperté antes de que suene el despertador. Me levanté y llamé a Pioja y Pumba para salir a pasear. La única que se animó a salir de la cama fue Pioja.

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Abrí la puerta y crucé una mirada con ella. El pasto todo blanco reflejaba el frío que estaba haciendo. Había mucha neblina. Sin pensarlo mucho, decidí no despertar a Ale y a Alejo porque con el clima así no íbamos a salir hasta el mediodía.

Poco a poco, el sol fue haciendo su trabajo mientras nosotros acomodábamos todo para salir. Hasta la siguiente localidad, Nueva Palmira, teníamos un poco más de 60 kilómetros.

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Con Alejo pedaleando en un repecho.

Sabíamos que era un reto difícil. De hecho, salimos con la idea de que seguramente el atardecer nos sorprendería a mitad de camino. Pero no nos importó. Estábamos deseando que llegue el día en que, por fin, tengamos que buscar un lugar dónde dormir al costado de la ruta.

Alejo tiene experiencia, así que eso ayudó bastante. Según él, tuvimos suerte porque encontramos un lugar muy bueno donde acampar.

Ya que la carpa de Alejo es para 3 o 4 personas, decidimos dormir todos en la de él antes de armar las dos. El mayor beneficio sería la concentración de calor dentro para afrontar la última noche de otoño.

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¿Qué puedo decir de esta primera experiencia? Apenas me metí en la bolsa de dormir, la cerré completamente hasta arriba y me dormí profundamente. Ni comer quería. Solo me digne a abrazar a Pumba y cerrar los ojos.

Al otro día, me levanté y no me moví de la bolsa de dormir hasta no sentir que el calor dentro de la carpa era producto del sol. O sea, hasta pasada las diez de la mañana.

Desarmamos todo y volvimos a las rutas.

“¿Qué nos esperará en Nueva Palmira?” medité en voz alta.

Ale solo pensaba y decía que ese día jugaba Argentina contra Jamaica y que no quería perderse de ver el partido.

“Ya veremos con qué nos sorprende el camino.” le dije y seguimos pedaleando.